La de hoy ha sido una noche clara, serena. Una noche en la que tumbarse a la luz de las estrellas, en lo alto de una montaña tan alta como el Everest, con el cielo al alcance de la mano. Pero la luna llena ha aparecido con sus Cuentos para descubrirnos un mundo nuevo y las leyendas que lo habitan han dado un vuelco al nuestro.
¿Habéis oído el relato de Luminous Words sobre un hombre que sólo recordaba su nombre? ¿Habéis escuchado el silbido de la flecha de una princesa clavarse en Yo Leo, Yo Comento? ¿Habéis prestado oídos al canto del juglar que yace A la sombra del cuento?
Si es así, escuchad de nuevo... La luna llena nos trae una historia más, y el lunes 15 de septiembre podréis encontrar otra entre las nubes de Soñadores de Libros.
Pero ahora es el turno de Seaben. Prestad atención. Si aguzáis el oído podréis oír a héroes caer como simples peones en un tablero de ajedrez... ¿podéis oírlos?
¿Habéis oído el relato de Luminous Words sobre un hombre que sólo recordaba su nombre? ¿Habéis escuchado el silbido de la flecha de una princesa clavarse en Yo Leo, Yo Comento? ¿Habéis prestado oídos al canto del juglar que yace A la sombra del cuento?
Si es así, escuchad de nuevo... La luna llena nos trae una historia más, y el lunes 15 de septiembre podréis encontrar otra entre las nubes de Soñadores de Libros.
Pero ahora es el turno de Seaben. Prestad atención. Si aguzáis el oído podréis oír a héroes caer como simples peones en un tablero de ajedrez... ¿podéis oírlos?
En los cuentos nunca se habla de la sangre.
En los cuentos se menciona la guerra, pero se habla de ella como algo lejano. Como un suceso que no afecta a los personajes, un hecho que no causa daño ni deja destrucción a su paso.
Eso no es más que un engaño.
La guerra se cobra muertes. Con la guerra se riega la tierra con la sangre de ambos bandos. Los ríos se tiñen de escarlata, y el cuerpo del vivo se marca con las cicatrices de los muertos. La guerra es un juego cruel, en el que todos los soldados, sin importar su rango, se vuelven peones con los que Vida y Muerte recrean una partida de ajedrez. Una vez entras en su punto de mira, ten por seguro que ni tu nombre ni tu rango te salvarán.
Yo he sido un peón toda mi vida.
Desde que tuve la fuerza suficiente para tomar una espada entre mis manos, así lo hice: mi país estaba en una lucha constante con su vecino, y cada soldado era un peso que podía decantar la balanza hacia un lado u otro. Estudié esgrima, armas y estrategia. Me entrené sin descanso, pues mi madre me concibió como un símbolo para guiar al reino. Sin embargo, los años pasaron sin una victoria por parte de ninguno de los dos países. Yo me uní a las filas, pero mi incorporación no supuso ninguna diferencia a favor de Lothaire. Contra todo pronóstico, y como había hecho durante tanto tiempo, Anderia continuó resistiendo, y la frontera entre los dos reinos era una herida abierta que nadie sabía cuándo volvería a empezar a sangrar.
A mí me gustaba aquel lugar. Me gustaba la libertad que representaba, el hermanamiento de los soldados, el hecho de que todos, en el campo de batalla, fuésemos iguales, independientemente de nuestro rango. To-
dos salíamos a luchar con las mismas probabilidades de seguir viviendo.
Todos salíamos a luchar por las mismas razones: defender el hogar y proteger a aquellos que habíamos dejado atrás. Luchábamos por los vivos, por el futuro, pero también por los que habíamos dejado atrás en el camino.
Por supuesto, como la mayoría de los destinados a la batalla, odiaba y amaba la lucha al mismo tiempo. Me agradaba la idea de ponerme a prueba, y se me henchía el ego cada vez que lográbamos ser más inteligentes y diestros que los anderienses. Y, sin embargo, me rompía un poco más cada vez que uno de los míos caía a manos del enemigo. Me sentía responsable de cada uno de aquellos hombres, como si realmente fueran una parte de mi familia.
Aparte de eso, estaban las pesadillas.
No llegaron cuando maté al primero. Ni siquiera con el segundo. En realidad, llegaron con las estaciones, algún día de invierno cuando ya habíamos vuelto a casa. No sé qué día me di cuenta, pero una noche desperté cuando la luna estaba alta, bañado en sudor y con el cuerpo agarrotado. La red de cicatrices que adornaba mi cuerpo dolía como si todas las heridas estuviesen recién labradas en la piel. Traté de calmarme, de olvidar el episodio como si solo hubiera sido una anécdota, pero noche tras noche, a partir de aquel momento, los fantasmas de todos los enemigos caídos comenzaron a aparecérseme en sueños, hasta el punto en el que temí cerrar los ojos y dormir. Cuando estaba lo suficientemente cansado, sin embargo, terminaba por caer rendido, en una oscuridad perpetua. Era siempre el último en acostarme y el primero en ponerse en pie con la salida del sol.
—Tu problema es que piensas demasiado —me dijo Lowell cuando finalmente me decidí a contárselo.
No supe cómo debía tomarme aquello.
—Lo que tú necesitas —insistió, pasándome un brazo por los hombros— es una buena copa antes de dormir y un regazo agradable donde descansar esa cabecita tuya.
Así era Lowell ya por aquel entonces: el muchacho alegre, sin preocupaciones, que encontraba la solución a la mayoría de los problemas del reino en el fondo de una jarra de cerveza. Si aún quedaba algo por lo que lamentarse, después de eso, siempre había alguna mujer hermosa dispuesta a acogerlo entre sus brazos. En ocasiones me preguntaba cómo aquel podía ser mi mejor amigo, si nuestras personalidades eran tan distintas. Pese a todo, estaba seguro de su lealtad, y era consciente de que siempre podría contar con él. No hubiera dejado en manos de ninguna otra persona mi vida, y eso hacía cada vez que nos poníamos al frente del ejército, sin dudar.
Las pesadillas, pese a sus consejos, no desaparecieron. Tenía instantes de paz pero, al final, como todo, se marchaban para dejarme a solas con aquellas imágenes de la batalla.
Yo no era más que un peón en manos de alguna fuerza superior. Era consciente de ello cada vez que alzaba mi espada. Cada vez que creía que iba a ser el fin. Cada vez que pensaba que aquella era mi última batalla.
Y pese a todo, me creí una pieza indispensable durante mucho tiempo. Pensé que, fuera del campo de batalla, era yo el que controlaba mi propia vida.
De verdad es que tengo unas ganas enormes de conocer esta más esta historia
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