Después de mucho tiempo, aquí os traigo el séptimo capítulo de Atrapada. Espero que os guste y me gustaría que dieráis vuestra opinión. ¡Gracias!
Respiré profundamente. Miré por un segundo la puerta que él acababa de cerrar, y después cerré los ojos con fuerza. Al segundo los volví a abrir, y tomé una decisión.
Después de mirar por última vez con los ojos entrecerrados hacia la puerta, me encaminé hacia la puerta principal. Agarré el pomo con firmeza, pensando sin parar en todos aquellos años en los que mi vida había sido una mierda, y lo giré.
El viento helado de la noche me golpeó con fuerza cuando abrí la puerta, pero no me importó. Di un paso, dispuesta a salir de aquel lugar, dispuesta a terminar con aquel infierno, pero entonces un sonido hizo añicos mi determinación.
Un sonido suave, apagado. Un lamento, un gemido débil y desgarradoramente triste que venía de la habitación detrás de la puerta. Un sollozo silencioso, pero que entró por mis oídos con muchísima más fuerza que un grito, y se instaló, sin que yo lo pudiera evitar, en mi corazón.
Me mordí el labio inferior, indecisa. ¿Estaba haciendo lo correcto? Miré hacia la calle, y vi una carretera oscura, apenas iluminada por unas pocas farolas. Vi un hombre que paseaba a su perro, un hombre que, si en ese momento me hubiera acercado, habría llamado inmediatamente a la policia y habría cuidado de mí hasta que viniera la ambulancia. Los policías habrían detenido a mi falso padre, habría ido a la cárcel, y yo habría vuelto con mi familia adoptiva.
Pero, aunque a cualquiera la perspectiva de seguir con mi vida le pudiera parecer genial, a mí no. No podía evitar pensar en mi "padre", encerrado, rodeado de criminales con los que no merecía estar... Aunque, ¡¿Qué demonios?! ¡Él había destrozado mi vida! Pero aún así...
Miré hacia la puerta, miré hacia la calle. Respiré profundamente...
*****
El sonido de unos pies arrastrándose por la moqueta me despertó, pero permanecí con los ojos cerrados, todavía amodorrada. Oí los sonidos de cristales rompiéndose y cazos contra cubiertos en la cocina, y pronto me llegó un fuerte olor a café. Entonces advertí que los pasos pesados se acercaban a mí. Y, de repente...
¡Crash!
Abrí los ojos súbitamente, asustada por el sonido. Me incorporé rápidamente sobre el sofá en el que había dormido y me encontré con un par de ojos enrojecidos que me miraban abiertos de par en par. Miré hacia abajo y vi la taza de café, hecha añicos en la moqueta.
-¿Qué haces aquí?- me preguntó él, incrédulo.
Yo no supe qué responder, así que sólo bajé la mirada. Él se agachó frente a mí y me alzó la barbilla, para que le mirase a los ojos.
-¿Qué-haces-aquí?- repitió, pronunciando cada palabra lenta y firmemente.
-Y-yo-yo sólo... y-yo no s-sé... es q-que...
Él me miró muy seriamente. Por primera vez en mucho tiempo vi una mirada cuerda, limpia de alcohol o ira, y no me gustó lo que vi: eran unos ojos atormentados, que contaban una vida muy dolorosa.
Suspiró y se separó de mí.
-Márchate.
Yo le miré, confusa, pero no me moví de mi sitio.
-Márchate- repitió, y esta vez su voz se quebró en la última letra, haciendo que mi corazón se encogiera. Nunca antes había advertido lo mucho que había sufrido él.
Me acerqué. No sé que quería hacer... quizá consolarle, puede que ayudarle... pero cuando me notó alzó la cabeza y me miró con franqueza.
-No te acerques. No quiero que me consueles. Vete.
Desolada, la ira me invadió. Había tenido la oportunidad de huir, y me había quedado con él. ¿Y era así como me lo pagaba? Rechinando los dientes y con los puños cerrados, me levanté del sofá, y después de dirigirle una mirada despectiva, empecé a acercarme a la puerta, pero algo me detuvo.
En la estantería que había al lado de la puerta, había un álbum. Pero no un álbum cualquiera. Recordaba haber tanteado el papel rugoso de la tapa cuando era pequeña, y también reconocí la mancha de tomate con la que lo ensucié cuando, con ocho años, cogí el álbum sin limpiarme las manos, por lo cual mi madre me castigó.
Pero aquel álbum, que creía desaparecido, estaba ahí, entre los pocos libros que había en la casa.
Me acerqué y cogí el volumen. Me senté en un sillón, ignorando el "vete" de mi falso padre. Abrí el álbum y lo ojeé, mientras una oleada de nostalgia me invadía por dentro. Había fotos desde mi nacimiento hasta la muerte de mi madre. Yo con dos años, con cinco, con siete... y siempre acompañada de mis padres.
Todos sonrientes.
Todos felices.
Noté cómo mi padre asomaba su cabeza por encima de mi hombro, y ahogó un sollozo.
-Ése era el tiempo en el que todavía me querías...-susurró con tristeza, y me giré rápidamente.
-¿Qué? ¿El tiempo en el que todavía te quería? ¡También te quise después! ¡Fuiste tú el que dejó de quererme!
-No me lo puedo creer. ¿Que yo dejé de quererte? ¡Yo habría seguido tratándote igualmente si tú no hubieras empezado de tratarme como si no fuera tu padre!
-¡Es que tú no eres mi padre!-grité, sin poderlo evitar.
Él se levantó del sillón.
-¿Ah sí? ¿Quién te arropaba por las noches? ¿Quién te llevaba a hombros cuando estabas cansada? ¿Quién te compraba helados en la playa? ¡Dime, ¿quién?!
Y entonces me di cuenta de la razón de sus palabras. Aunque no fuera mi padre biológico, él me había criado. Me había enseñado a hablar, andar, me había ayudado con los deberes...
Él era mi padre.
Le miré con los ojos empañados, y por un momento todo desapareció: los años de tortura, el dolor, las pesadillas, los gritos... todo quedó atrás y volví a verle como al padre que me había enseñado a contar.
Por un momento quise que me abrazara y me acariciara el pelo, para consolarme.
Pero, me di cuenta, de que aquellos años habían hecho mucho daño. Y yo no estaba preparada para asumirlo.
Así que, después de susurrar un suave "necesito pensar", salí a la luz de la calle. Necesitaba dar un paseo.
No sabía si volvería, pero sabía que él no me perseguiría. Me permitiría huir.
Después de todo, era mi padre.